AMÓN (1) Cuento José Ossandón

Como un par de polillas aturdidas en la pared se movían los tres sujetos que habían ingresado al olvidado e imponente caserón del barón Cambridge. La noche había caído con fuerza sobre Valparaíso. Ni siquiera las estrellas se salvaban del manto negro que cubrió repentinamente la ciudad. Los tres sujetos habían aprovechado esa oscuridad para entrar a la mansión y conocer allí el secreto de Amón Bermúdez.

Sí, el secreto de Amón. Un secreto que podría traer nefastas consecuencias para este conductor de limosina. Para este porteño que, cansado de asear y reponer los botes de su padre, había decidido probar suerte en Europa.

Fue en Italia donde decidió estudiar teatro, en una universidad romana. Allí conoció a Amelia, quien a la larga sería la culpable de que Amón se ocultara esa noche en el añoso caserón del Cerro Concepción, junto a sus dos amigos de infancia.

Amelia. Mi linda Amelia”, se decía, mientras mostraba a Eduardo y a Elías la foto en blanco y negro de una muy bella muchacha. Eduardo le pedía a Amón que acercara la linterna a la imagen, “porque no logro ver nada”. Elías estaba más nervioso que Amón y Eduardo. Más que nervioso, ansioso, preguntando a cada rato: “¿qué hay dentro de la caja? ¿Qué hay?”.

Una caja de madera, de un metro de largo y de unos cuarenta centímetros de ancho, yacía en medio del triángulo humano formado por los tres amigos. “Costó traer este asuntito, así que cuéntenos ya ese maldito secreto que guarda, compadre. Díganos qué hay dentro de esa caja”, intervino Elías, con los ojos entornados y la boca seca.

Amón se echó la foto de Amelia al bolsillo trasero del pantalón. Volvió a sentarse, después de encender otra linterna que sacó de su chaqueta. “Está muy oscuro”, dijo. Elías, encorvado, trataba de abrir la caja con una navaja con mango de nácar, mientras Eduardo encendía un cigarrillo. “No sé qué mierda hay dentro de la caja. No la he abierto. Voy a hacerlo ahora, con ustedes de testigos”, aclaró Amón, ya sentado en el suelo. “¿Y por qué nosotros, Amón? ¿Acaso dentro de la caja hay dinero y vas a compartirlo con nosotros?”, preguntó Eduardo. “Insisto, no sé qué hay dentro de la caja, pero les voy a contar lo que me pasó en Roma”, respondió Amón.

Amón era hijo de Absalón Bermúdez, un viejo pescador dedicado en su tiempo libre a leer la Biblia y enciclopedias de historia universal. “Tienes los pelos dorados como el sol, así que te llamarás Amón, como el dios del sol”, había dicho Absolón con su peculiar forma de hablar. Absolón, quien aburría a sus colegas con historias de las diosas de Egipto, de la huida de Moisés de los dominios del Faraón, de los milagros de Jesucristo y de las apariciones marianas en Lourdes, Fátima y el Cerro Carmelo, cuando los otros pescadores de Caleta El Membrillo sólo hablaban de los descomunales senos de la Sofía Loren o de las tremendas nalgas de Raquel Welch.

La imagen de su padre recogiendo la red, mientras él, con apenas siete años, se comía una marraqueta con un trozo de pescado frito, se le vino a la mente segundos antes de contarles a sus amigos lo que le pasó en la vía Umberto Biancamano, a pocas cuadras de la basílica San Giovanni, en Roma.

-Eran las diez de la noche. Manejaba. Llovía mucho. Apenas veía. Don Carlo Pablonne iba atrás, solo. De repente, sonó su celular. Ese día salimos en el Mercedes y no en la limosina -relataba Amón. Sus amigos alumbraban la caja instalada en medio del triángulo humano. La imagen de su padre recogiendo la red se esfumó. En su mente, se impuso como un grito en la oscuridad el rostro de Don Carlo. Mejor dicho, la sangre que salía a borbotones de la frente de Pablonne; como la espuma de una champaña recién descorchada.

“Todo pasó en menos de diez minutos. Recuerdo al viejo Pablonne hablando por teléfono, luego gritándole al sujeto al otro lado de la línea, después un vehículo blanco que se atraviesa y…”.

Amón Bermúdez se quedó en silencio. Sus ojos desorbitados y el sudor resbalando por sus sienes advertían que el recuerdo de ese episodio en Roma le había marcado definitivamente la vida. Ese día Amón dejó de ser el chofer de limosina y aspirante a actor para convertirse en un fantasma. En un paranoico.

-¿Qué pasó, Amón? ¿Qué mierda te pasó en Roma? Dejaste todo botado. ¡Todo! ¿Acaso te robaste esta caja? ¿Tiene joyas? ¿Acaso ese viejo se había robado el anillo del Papa? –ironizó Eduardo.
-No sé, huevón. A lo mejor, no sé –respondió alterado Amón.

(continuará)

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