AMÓN (2) Cuento José Ossandón

Como colador dejaron el auto. Yo sólo atiné a ocultarme bajo el volante. Creo que el ataque duró unos tres minutos, aunque para mí fue eterno. El ruido de las balas. Parecía Rescatando al Soldado Ryan, ésa de Tom Hanks. ¿Recuerdan esa escena en que los americanos desembarcan en Normandie? ¿Esa cuando las balas rebotan en el acero de las barcazas? ¿Recuerdan ese silbido metálico? Algo parecido pasó en la vía Umberto Biancamano. Creí que iba a morir. Creí que nunca volvería a ver a mi familia, a mis amigos... A Amelia.

De pronto, las balas dejaron de golpear el vehículo. Unos tipos hablaban en italiano afuera y Don Carlo gemía como un perro recién arrollado por un camión. Poco a poco comencé a asomarme. Entonces, uno de los tres sujetos abrió la puerta del auto y me lanzó afuera. Me preguntó dónde estaba la caja. Yo le dije que ni idea. Me apuntó con un arma. Con una enorme y negra arma. Me volvieron a preguntar dónde mierda estaba la caja. Yo les repetí que no tenía idea.

"Hasta aquí no más llegó Amón", me dije. Más, cuando otro sujeto, uno de gruesos bigotes y de profundos ojos verdes, me hundió el cañón del arma en la nariz. Sentí que por mis venas no pasaba sangre, sino agujas. “Déjalo”, dijo otro. Éste era muy alto, canoso, de lentes oscuros y nariz muy respingada. Parecía galán de cine más que asesino.

Ellos caminaron hacia el cuerpo de Don Carlo, que yacía tumbado en la parte de atrás del auto. Le tocaron la yugular. Se miraron. "Está muerto", dijeron. Era que no...

Corrieron hacia un Audi blanco. Antes de huir, de que el trío de asesinos se perdiera de mi vista, el de ojos verdes me clavó una mirada que todavía cuando la recuerdo me dan ganas de cagar. Brinqué hacia el cadáver. Allí estaba el viejo Pablonne. Lleno de hoyos. Cubierto de sangre. Con los ojos abiertos. Como dos huevos. Le bajé los párpados como si fueran dos pesados cortinajes. De repente, Don Carlo me apretó la muñeca. “¡La caja, la caja!”, me decía con desesperación. Mucha sangre brotaba de su pecho. ¿Cómo podía estar vivo aún? “Debajo del ángel, debajo del ángel”, fue lo último que dijo.

* * *

-Bueno, ¿y qué cresta pasó después? ¿Volvieron esos sujetos y te volaron de un disparo la memoria?- preguntó Elías, rascándose el mentón.

Amón se quedó en silencio, tratando de borrar de su mente la imagen de Carlo Pablonne y el grueso hilo de sangre que brotaba de su boca. “¡Ya, pues, hombre! ¡Qué mierda pasó después!”, reiteró, exaltado, Elías. Eduardo no despegaba los ojos de la caja; de ese objeto rectangular, de un metro de largo y 50 centímetros de ancho, de madera noble, tono caoba.

-Después me metí al auto y me quedé como imbécil mirando el tacómetro. No atiné a hacer nada. Estaba mal… ¿O cómo se sentirían si acabaran de ver que asesinan a su jefe? -arremetió Amón, alzando los brazos con las manos empuñadas.

En el caserón del Barón Cambridge reinaba la oscuridad. Sólo las linternas apuntando hacia la caja daban señales que en ese universo había vida. Era medianoche. De lejos se oía el sonido del mar y el graznido de las gaviotas. La vieja casa se encontraba a pocos pasos del océano. Un conocido empresario inglés había comprado el caserón a comienzos del siglo pasado, donde, según cuenta la crónica de aquellos años, se hacían grandes fiestas, con gente de abolengo y trasnochadores poetas que llegaban ahí para enamorar con sus versos a las hijas del barón Ernest Cambridge, el dueño de esa propiedad.

-¿Sabías que las hijas de ese viejo inglés eran tan hermosas que muchos poetas se suicidaron por ellas? ¿Por el desprecio de esas dos hermanas?- preguntó Eduardo, intentando romper el silencio y cambiar un poco el tema. Él se daba cuenta de que su amigo Amón no estaba nada bien. Percibía su angustia, su miedo.

-No. No tenía idea- dijo Amón con la vista pegada en la caja.
-¿Cómo se llamaban?- intervino Elías.
-Creo que Elizabeth y Antonella. Esta última murió en un accidente automovilístico. Cuentan que iba manejando ebria por el camino viejo que unía Valparaíso con Santiago. Murió con ella su novio. Parece que se le reventaron los ojos.
-¿Se le reventaron los ojos? ¿Cómo?- preguntó Elías, incrédulo.
-Un camión, con los frenos cortados, se estrelló en un costado del auto de Antonella y su novio. Los arrastró contra un árbol y los apretujó. La mujer terminó con su lengua cercenada, por sus propios dientes, y el tipo con las órbitas de sus ojos desocupadas.

Amón entendió que su amigo estaba contando esa historia para desviarle un rato del tema que tanto le angustiaba. Y lo logró, pues rápidamente la imagen del viejo Pablonne se esfumó de su mente… Aunque la lengua de Antonella Cambridge pendiendo de un hilo se impuso como el destello de un flash. Como si alguien usara su cerebro desde una mesa de edición televisiva.

(continuará)

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