AMÓN (3) Cuento José Ossandón

Allí estaba la caja. En medio de los tres amigos iluminados por las linternas. Amón lograba oír cómo el mar azotaba con furia los roqueríos. El silencio era impenetrable en el viejo caserón.

Por más de quince minutos los transitorios huéspedes de la otrora mansión del barón se concentraron en el rectángulo de madera. Sus miradas eran imperturbables. Cada uno intentaba imaginar qué había dentro. Elías intervino con su voz ronca, aguardentosa: “A lo mejor hay joyas. Dinero. Euros. ¡Uf!, debiéramos abrir esta huevada y cortar el misterio”.

Amón levantó la mirada hacia su amigo, inquisidor. “No la puedo abrir así de fácil. Si la abro, pueder ser peor. Imagínate que es una bomba. O el brazo mutilado de uno de esos ricachones. ¿Qué hacemos con eso?”, preguntó.

Eduardo cogió súbitamente la caja y la batió, como una coctelera. “Al menos no se oye ningún tictac. Definitivamente no es una bomba”, dijo meneando la cabeza.

-¡Suelta esa caja, huevón! Ahora quieres romperla –exclamó Amón, tratando de arrancar la caja de las manos de su amigo.
-¡Basta de pendejadas! Suelten esa caja antes que la rompan –intervino Elías.

Eduardo dejó la caja en el suelo y Amón se sentó lanzando bocanadas de aire. Estaba furioso. “Desestrésate, huevón. ¿Por qué no nos cuentas cómo conociste a Amelia, esa mina que te agarraste en Italia?”, preguntó Elías.

-En primer lugar no era una mina, era una diosa. No la trates como una puta –dijo Amón.
Chuta! Pero no te enojes. Relájate y cuéntanos cómo era esa diosa.

* * *

Dejé Chile hace tres años. ¿Recuerdan? Estaba harto de limpiar botes y comer sanguches de pescado. Ustedes saben que siempre quise ser galán de cine. Onda Clint Eastwood. Para eso tenía que estudiar actuación, pero mi papá me solía decir que el teatro era para maricones. Ahí yo le respondía que la poesía y los faraones eran una mierda. Siempre discutimos con mi viejo sobre esas cosas. Empezando por el nombre que me pusieron. ¿Se acuerdan que en el curso me decían "mamón" en vez de Amón? Un día tuve una tremenda pelea con mi papá. Quería que saliera a la mar con él, mientras yo quería ir al cine a ver El Príncipe de las Mareas, con la Sofía Aguilar. ¿La recuerdan? Una que tenía los ojos verdes y unas tremendas pechugas Finalmente fui al cine, no sin antes llevarme una patada en el culo.

Esa mañana supe que tenía que irme. Que no podía seguir viviendo con mi viejo. Que el sueño del cine iba a terminar en eso: en un sueño. Pesqué un desteñido bolso, eché un poco de ropa y me fui. Caminé sin rumbo por varios días. Hasta que conocí a un peruano en la Plaza de Recreo, en Viña del Mar. Me regaló un pedazo de pan. Conversamos. Me dijo que tenía todo preparado para irse a España. Antes debía juntar un poco más de plata, así que me ofreció que nos fuéramos a Antofagasta a trabajar en una mina. Así fue que llegué al desierto. Al culo del mundo.

En Antofagasta junté dinero y me fui a España con Rodrigo Sarmientos, el peruano. En Madrid arrendamos una pieza cerca de la Plaza de Mayo. Nos gastamos el dinero en dos semanas. Nos tomamos el dinero. Muchas “marchas”, como le dicen allá al carrete. En una de esas fiestas conocí a Amelia Pablonne. Atendía las mesas de una taberna en la calle de Los Cuchilleros. Cuando comencé a salir con ella nunca pensé que su padre era un multimillonario, un hombre además muy cercano al Vaticano. Nunca entendí muy bien su relación con la Iglesia Católica Romana, pero parece que era amigo de uno de los cardenales. Al poco tiempo de pololeo con Amelia decidimos viajar a Italia.

"En Italia podríamos estudiar teatro. A mí también me gustaría estudiar algo con arte. Mi padre podría ayudarnos. Le diremos que somos sólo amigos y que eres hijo de un millonario chileno y listo… ¡Nos creerá! A él sólo le interesa el dinero y sus negocios en el Vaticano. Ah, y su hijo. Mi hermanito. Tiene apenas dos meses. Ni siquiera lo conozco. Es que me llevo muy mal con la esposa de mi papá”, me dijo. Sus palabras eran las notas de un violín; el giro de una bailarina rusa.

Llegamos a Italia. El viejo Pablonne no estaba nunca en su casa. Mejor dicho en su mansión. Los primeros días en Roma fueron fantásticos. Cada día que pasaba, mi amada Amelia más entraba en mi corazón como un chorro de sangre caliente. Don Carlo con el tiempo me empezó a saludar. Nunca creyó que yo era hijo de un multimillonario chileno, pero le caí en gracia. Él creía que yo sólo era amigo de Amelia. Entré a estudiar teatro, aunque duré muy poco. No me alcanzaba el dinero. Europa es carísima. Comencé a trabajar en la mansión de los Pablonne. Primero cortando el pasto, luego limpiando las piscinas y las canchas de tenis y finalmente paseando a Giovanni, el hijo de Pablonne. Apenas tenía tres meses pero jodía como un cabrón.

Nuestro romance con Amelia fue muriendo con los meses. Ella bebía todos las noches y terminaba revolcándose con los guardias de Pablonne. Un día el chofer del viejo amaneció muerto en su cama (dijeron que había sido un ataque cardiaco) y Don Carlo me pidió que por un tiempo le manejara la limusina. Así lo hice. Al menos no tenía que estar soportando el etílico aliento de mi amada Amelia, quien amenazaba con echarme de la mansión sino "le taladraba la cajonera", como decía ella.

(continuará)

Volver a índice