AMÓN (4) Cuento José Ossandón

Ser el chofer de Pablonne era la cosa más extraña que alguien puede imaginar. O que un chileno, un porteño, podía imaginar. El viejo se reunía con cardenales, con sacerdotes ortodoxos y con expertos en museología de la Universidad de Navarra. Yo lo esperaba siempre afuera. A pocos metros de unos conventos enormes y lúgubres.

Un día de ésos, Carlo Pablonne recibió una llamada telefónica mientras nos dirigíamos hacia la mansión. No entiendo mucho el italiano, pero el hombre se oía agitado. "¡Detente!", me ordenó. "Regresemos a la ciudad", me dijo. Media hora más tarde nos detuvimos en una vieja casa. De allí salieron dos tipos. A uno de ellos le colgaba un enorme crucifijo del cuello. Precisamente, éste le entregó una caja… La caja que ahora están viendo.

Pasaron los meses y nunca más supe de la caja… Hasta ese día que mataron a Don Carlo

-¡Oye, huevón!, pareciera que estuvieras contando una historia de suspenso. Como de Hitchcock -exclamó Elías, entusiasmado por el relato de Amón.
-No seas estúpido. Conozco casi todas las de Hitchcock y ninguna se parece a la historia de Amón. ¡Ya, pues, sigue con la historia!
-¿No sintieron ese ruido? –preguntó Amón con los ojos abiertos como búho.
-¿Qué ruido? -intervino Elías.
-Oí un ruido...
-¿Adentro?, ¿afuera? –dijo Eduardo, apuntando con la linterna encendida hacia todos lados, buscando el origen del supuesto ruido.
-Afuera.

Los tres amigos se quedaron en silencio. Sólo se oía el viento que golpeaba el vidrio de las ventanas del caserón.

-Parece que era el viento -aclaró Amón.
-Estás demasiado paranoico -aseguró Elías, golpeando la caja suavemente con sus dedos.
-Abramos esta cosa y terminemos con el misterio. Me quiero ir para la casa.
-Sí, por qué no abrimos esta huevada y nos largamos. Es tarde. Son las once de la noche. Podríamos tomarnos unas cervezas en el Cinzano -sugirió con energía Eduardo.
-Está bien, pero antes voy a terminar de contar la historia.

La gente comenzó a apiñarse alrededor del auto. Registré todo el vehículo y no encontré nada, sólo herramientas y un maletín lleno de papeles, pero no había rastros de la caja. De pronto, irrumpió la sirena de la policía. Se acercaban raudos hacia el lugar de la balacera. Tomé un fajo de euros que tenía Don Carlo en la bolsa de su chaqueta y corrí, abriéndome paso entre la multitud. Atrás quedó el cuerpo del viejo Pablonne. Lleno de sangre y de balas. Algunas personas intentaron frenarme, pensando que era yo el criminal. A patadas y combos logré zafarme y pederme en el centro de Roma.

Creo que corrí unos cinco kilómetros, sin parar. Era medianoche cuando entré a la mansión. Parecía desierta. No estaban los guardias. Sólo ladraban los perros. Dentro de la casa había un par de habitaciones con luz. La de Amelia y la del pequeño Giovanni. "¡La caja!", me dije. Subí los largos escalones en forma de caracol. Todo estaba muy tranquilo. Demasiado tranquilo.

La puerta de la habitación de Amelia estaba entornada. Empujé y me encontré, por segunda vez en el día, con un cuerpo masacrado por las balas. Amelia estaba tirada en el suelo con la boca triturada por los golpes. Sus ojos imperturbablemente abiertos me invitaban a un cuarto oscuro, repleto de demonios. La pieza estaba desordenada… hurgueteada. "¡Giovanni!", me dije.

Entonces corrí por el largo pasillo del segundo piso de la mansión. No lograba agilizar los pasos, pues me sentía pesado, como si una enorme mano se hubiera dejado caer sobre mi cabeza. Hasta que llegué a la habitación del niño. Estaba en la cuna. Despierto. Con una sonrisa que le partía la cara. Lo tomé y abracé. Luego lo dejé en la cuna. Miré a mí alrededor y me encontré con que su cuarto también estaba desordenado. Habían ingresado a la mansión buscando algo… Y ese algo no podía ser otra cosa que la caja… La caja que buscaban los tres sujetos que mataron a Carlo Pablonne… Y seguramente a su hija.

(continuará)

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