AMÓN (5) Cuento José Ossandón

“¿Habrán logrado encontrar la caja?”, me pregunté. Corrí hasta la sala principal de la mansión. Di un largo trago a una botella de whisky y me senté en uno de los elegantes sitiales. No quería correr más. Me quedé allí, tratando de borrar de mi mente todo lo ocurrido. "¡El ángel!", me dije. El viejo Pablonne me había hablado antes de morir de un ángel. "¿Estará la caja allí? ¿Qué habrá dentro de esa caja?", me pregunté.

Di otro largo sorbo a la botella de Chivas Regal y encendí un cigarrillo. Comencé a caminar en círculos por la sala. Quería despojarme pronto de esa idea de saber qué había dentro de la caja. ¿Qué relación tenía la caja con el ángel? Caminé hasta el jardín, cerca de las canchas de tenis. “Recuerdo que allí había un ángel. Un ángel en la pileta que escupía agua”, pensé. ¡Hecho! Allí estaba el ángel, escupiendo agua.

Me metí a la pileta creyendo que ahí había dejado Don Carlo la caja. Nada. Quedé mojado hasta el cuello. Tomé una pala y cavé y cavé hasta que los brazos me dolieron. Nada. Regresé a la mansión y comencé a romper todos los cuadros de ángeles “pintados por famosos italianos de la época renacentista”, como me solía decir el viejo Pablonne, mientras devoraba su habano. Nada.

Pasé toda la madrugada buscando. De pronto, el llanto de Giovanni me detuvo. Corrí hasta su cuarto. Estaba tumbado. Sus ojos bien abiertos. Me sonreía. Lo tomé y le acaricié la mejilla. Parecía un angelito. "¡Tú, Giovanni Angelo Pablonne!, ¡tú serás el heredero de toda mi fortuna!", vociferaba el viejo Pablonne cada vez que se emborrachaba. ¡Claro! El segundo nombre de Giovanni era Angelo, Ángel en italiano. "¿Pero que relación tienes tú y la caja?", le pregunté al niño, mientras éste intentaba meterme su dedo índice en mi oreja. Eché un vistazo a mí alrededor. Estaba todo dado vuelta. Las cajoneras fuera de su lugar y el clóset destruido a balazos. "¿Dónde podía estar esa caja. ¿La habrán encontrado?", me pregunté.

Me retorcía las neuronas tratando de descubrir el escondite de la caja. El niño comenzó a llorar. Lo dejé en la cuna y le pasé un cascabel. Lo lanzó al suelo. “No vuelvas a tirarlo”, le dije. Me agaché para recoger el juguete: entonces lo vi. El ángel. Un hermoso ángel bordado en la alfombra debajo de la cuna. Moví la cuna y retiré el fino cubrepiso. “¡Una puerta!”, exclamé. Una pequeña puerta. Tuve que buscar un martillo para romper el candado. Tras varios golpes logré romper el seguro… Entonces, me encontré con ELLA. Con la bendita caja.

-¡Cresta!, qué historia. Uf, demasiado -exclamó Elías, mientras observaba detenidamente la caja de madera.
-En realidad que la cagó. ¿Y todo eso te pasó? O estás delirando o eres un escritor frustrado -intervino Eduardo.

El silencio irrumpió como una bocanada de aire frío. Amón, Elías y Eduardo se quedaron callados, observando la caja. Las luces de las linternas apenas iluminaban el cuarto. Las pilas comenzaron a agotarse como la paciencia de Elías, que se paró de sopetón y le dio una tremenda patada a la caja.

-¡Qué haces, imbécil! -gritó Amón.
-Me tiene hasta la coronilla esta huevada. Abrámosla ya. Quiero sabe qué mierda tiene.
-¡Calma, huevón! Hay una cosa que no has contado, Amón -interrumpió Eduardo-. ¿Cómo es que regresaste vivo a Valparaíso?
-No fue tan fácil. Dejé a Giovanni en su pieza, llamé a la policía y corrí por los alrededores de la mansión. De repente, me encontré con la limosina del viejo a un costado de las canchas de tenis. Estaban las llaves puestas.
-Vaya suerte.
-Cállate Elías –dijo Eduardo.
-Encendí el motor y escapé de esa mansión que se había transformado en una pesadilla. Al menos eso intenté hacer, porque antes de cruzar las rejas de la entrada se me atravesó el famoso Audi blanco. Salieron los tres tipos y comenzaron a disparar. Logré salir gracias a la sirena de la policía. Hundí el pie en el acelerador y no me detuve hasta llegar al aeropuerto. Compré un pasaje gracias a los euros de Pablonne. Tres horas después, volaba hacia Santiago.
-¿Y los sujetos del Audi blanco? –preguntó Elías.
-Estuvieron a punto de agarrarme en uno de los café del aeropuerto. Pero logré zafarme y esconderme en el baño de mujeres hasta la hora del embarque.
-¡Vaya historia! Abramos la caja, ¿por favor?

Elías estaba a punto de enterrar la cuchilla de su cortaplumas en el pequeño candado de la caja.

-Está bien, abrámosla.

Elías clavó la hoja de metal en el orificio del seguro y éste cedió con gran facilidad.

-Pensé que iba a ser más difícil.

(continuará)

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